Aquel hermoso día se cumplió el anhelo que desde hacía años hervía las entrañas de Fabián. La suave caricia del sol penetraba por los ventanales de la sala del trono y regaba de luz la imponente silla. El mayor tesoro de oro y terciopelo del imperio esperaba inmóvil a cumplir todo cuando había deseado. Saboreó un momento el instante y se sentó sobre el trono cuando aún tenía las botas manchadas de sangre. El tacto del terciopelo en sus manos fue el placer más intenso que había experimentado. Al fin era el conquistador del imperio.
Sostuvo el aliento un momento, buscó bajo su cuello el talismán que lo había llevado hasta allí y exhaló con tranquilidad. A partir de ahora él y nadie más sería señor de señores y se haría su voluntad en todo momento.
El reinado de Fabián el Poderoso comenzó con increíble júbilo. Las fiestas y el vino corrían por palacio como un mar embravecido. Cada vez que la economía estaba en riesgo o una mujer no era lo bastante hermosa, Fabián rozaba la piedra verde de su talismán y su voluntad se hacía ley.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo cuando el deseo de Fabián se hizo tan intenso que resultaba insostenible. Beber veinte litros de vino no era suficiente para emborracharse, mil mujeres no podían apagar su calor y no había un halago lo bastante empalagoso para engordar su estima. Por más que acariciaba la piedra verde, el soporte de oro o la cadena de plata que colgaba de su cuello, no conseguía tener un día feliz.
Su frustración llegó a ser tan intensa que se extendió a su alrededor en forma de latigazos y abusos, ya que nadie era capaz de apagar la sed de Fabián, pues nadie sabía qué agua estaba buscando. Ni siquiera él lo sabía ya.
Abotargado por un ya insoportable dolor y la más absoluta soledad, se arrancó el talismán del cuello, haciendo físico el dolor espiritual. Bajo la desesperada noche, lo sostuvo a través de su ventana, situada en la mayor torre de oro conocida por el hombre. Con los ojos encharcados y la cara congestionada maldijo, rasgándose la voz, aquel cruel talismán que lo había llevado a la desgracia y lo soltó, dejando que se precipitase en una caída interminable hasta un estanque lleno de agua de jazmín.
Cuando la medalla tocó el líquido perfumado, todo el imperio de Fabián desapareció. Su inmenso palacio, sus miles de siervos, sus tierras, su ganado y sus tesoros se convirtieron en arena mecida por el viento.
En ese momento, una brisa con olor a jazmín despertó a Fabián, que volvía a tener veinte años y dormía sobre un colchón de paja. Estaba empapado en sudor, al igual que en la torre, pero ahora vestía con ropas de campesino y estaba rodeado de ovejas.
- ¡Fabián, levántate que ya está el desayuno listo! - Gritó su padre desde fuera.
Nunca se había sentido tan agradecido de recibir una orden. Con el alma aliviada se incorporó y vio a su lado una jarra de barro con agua fresca. Bebió con ansiedad y pudo al fin saciar su sed. No recordaba un instante tan feliz. Se levantó y caminó hasta la cocina atraído por el olor del pan tostado y la leche caliente.
Al sentarse en la humilde mesa de tablas de madera, contuvo el aliento un segundo y buscó bajo el cuello de su camisa. Al no encontrar nada, suspiró aliviado y sonrió a su familia.
Mientras tanto, una medalla de oro con una piedra verde incrustada reposaba con la cadena rota, bajo la paja, en aquel humilde lecho que tanto había maldecido el día que la encontró.