Ahora que duermo en una litera tengo mucho tiempo para pensar, le doy muchas vueltas a todo, al contrario de lo que hacía antes. Cada noche, miro la luz a través de las rejas de la ventana y pienso en ella. Ella, ella, ella. Ella que solía ser mi consuelo, ya no está.
Pienso en cuando la vi por primera vez, con el pelo recogido en una coleta. Me miró tímidamente y se hizo a un lado. Fue tan tierna, tímida y sensible como una ovejita. Desde ese momento hice todo porque fuera mía. Era como una obsesión, algo que no podía controlar. Le escribí versos de amor, le regalé flores, incluso dormí algunas noches bajo su ventana. Me hubiese arrancado la mano a mordiscos si me lo hubiese pedido. Pero no lo hizo, ella jamás haría nada para herir a nadie.
También me acuerdo de lo dulce fue en sus mejores días, cómo siempre me dejaba el plato más lleno, la mejor almohada, cómo me guardaba el último trozo de chocolate aunque ella se muriese de ganas de comérselo. Me hacía sentir tan bien, cuando estaba a su lado me sentía extasiado. Por eso cuando me separaba de ella todo me parecía terrible.
Por ejemplo, estar en el trabajo después de estar con ella era como bajar del cielo al infierno. Recuerdo el inmenso odio que les tenía a mis compañeros de trabajo, maldita sea, aquellos cerdos. Eran unos imbéciles sin cerebro, siempre con sus risitas y sus chistes tontos. Ellos no sabían que yo los aborrecía, claro, la primera norma para ascender era caerle bien a todos. Así que yo seguía sus estúpidas bromas y me reía de los chistes sobre mí, aunque por dentro me hirviesen las entrañas.
Pienso mucho en el día en que empezó. Fue el peor día de mi vida. La empresa había realizado con éxito una importante fusión y nos convertíamos en multinacional. La noticia se filtró y todos lo celebramos con champagne antes de ser oficialmente informados. Casi me alegré de abrazar a aquellos puercos. Al fin llegó el jefe, cargado con una maleta llena de papeles, listo para destrozarme. Con un tono exultante se alegró de comunicarnos que ahora doblábamos la plantilla y pasábamos a ser jefes de sección. Todos. Todos excepto yo. Los otros cinco gorrinos ahora pasaban a ser mis jefes, y lo peor de todo fue ver cómo seguían celebrándolo mientras yo me quedaba ahí de piedra.
Al rato se dieron cuenta de que estaba allí callado y no se les ocurrió nada mejor que intentar hacerme hablar con sus habituales chistes humillantes. En respuesta, solo hice lo típico, contesté con chistes groseros sobre el peluquín de uno y los cuernos del otro. Estallaron en carcajadas y yo sólo quería romperles los dientes.
Recuerdo cómo tenía los puños rígidos como la piedra. La sien estaba a punto de estallarme y los gritos de júbilo me atenazaban la cabeza cada vez más. Cuando fue insoportable salí de allí y nadie se dio cuenta.
Hice el camino de vuelta a casa totalmente petrificado. Era como si mi piel fuese de mármol y mi interior de lava fundida. No recuerdo los detalles, no sé si cogí el autobús o un taxi. Dentro de mi cabeza sólo podía ver las risas de esos imbéciles una y otra vez.
Todavía veo la sonrisa de ella cuando abrió la puerta. Sé que dijo algo, pero no sé qué. Tal vez ni siquiera llegó a pronunciar ninguna palabra, porque cuando vio mi cara se le desencajó el rostro y dio un paso atrás. Su movimiento fue como un resorte que activase mi puño, que se desplazó hacia su cara como si tuviese vida propia. Los dos nos quedamos perplejos, y por un segundo pensé que se enfadaría y respondería, o tal vez saliese huyendo. Pero no, se quedó mirándome como un cordero pidiendo perdón. Otros no se atreverían a confesarlo, pero sentí placer. Podía notar que podría hacer cualquier cosa con ella y no se hubiese quejado. El poder que tenía era absoluto y era maravilloso.
Iba descargando lava fundida y me sentía cada vez más poderoso, con cada chasquido de hueso y cada grito mi humillación se iba aliviando. Mi querida, hasta se ocupaba de recoger mis miserias.
Pienso en la cara que vi al despertarme la mañana siguiente, era horrible. Mi querida ovejita, que era tan guapa, estaba casi desfigurada, con el rostro hinchado y morado. Esto si lo confiesan todos: me arrepentí mucho. Me maldije por ser un gusano, por no haber sido capaz de romper las caras de mis colegas y sí la de mi esposa. Durante un mes entero yo me convertí en cordero, y la cuidé y la mimé para que me perdonase. Hice todo lo que nunca hacía, cociné, limpié, le curé las heridas, incluso volví a comprarle flores.
Pienso en que ojalá no me hubiese perdonado. Pasada la tormenta, todo pareció volver a la normalidad. Sin embargo, poco a poco esa paz que solía sentir a su lado se fue apagando. Así que yo solía estar mucho más irritable y ella hacía las cosas cada vez peor. Como aquel día en que vino su madre de visita y no paró de criticar nuestra casa. Ella no hizo nada por detenerla y tuve que pasar toda la tarde oyendo a esa vieja bruja. O aquella vez que me tuve que ir sin comer porque la comida estaba demasiado salada, ¿dónde estaba mi corderita complaciente? Se había vuelto torpe y ya no era capaz de agradarme como lo hacía antes, así que me hacía sentir tan mal, que acababa perdiendo el control. Hasta que pronto tuvo la cara tan marcada que parecía haber pasado por una guerra, dejó de tener aquel brillo radiante.
Los días eran cada vez peores, un demonio de fuego me abrasaba el cuerpo y sólo mi linda corderita conseguía calmarme. Ahora que lo veo con distancia puede sonar a excusa, pero yo no quería hacerle daño, sólo quería sentirme bien. Hubiese hecho cualquier cosa por sentirme bien, pero era cada vez más difícil. No sé explicar porqué pasaba, pero cada vez me sentía más humillado por todo, y menos aliviado al golpearla, por eso cada vez los golpes eran más fuertes y más frecuentes.
Pienso en los vecinos, en la familia, en los amigos. Realmente estaba deseando que alguien dijese algo, que me detuvieran, pero nadie hizo nada. Había muchas miradas de odio hacía mi y de lástima hacia ella, pero si alguien habló con ella yo no tuve noticia. Desde luego a mi nadie me tosió.
Me acuerdo muy bien del día en que acabó todo. No fue un día especial, ahora la normalidad se había convertido en golpes y gritos. Sólo que ese día ella no se despertó. Así que me quedé solo con monstruo en que me había convertido. Fue terrible, peor que el día de la fusión, porque ahora ya no me quedaba nadie alguien culpar, estaba sólo contra mi bestia. Entre ecos sólo pude empezar a sollozar como un niño, y así me encontraron, llorando con mi corderita en los brazos. Esa humillación ya nadie me la puede quitar.
A veces pienso en pedirle perdón, aunque no pueda oírme, pero luego me acuerdo de otras veces en que lo hice y no sirvió para nada. Así que me callo. Es el único acto de respeto que puedo darle, ahora que se lo he quitado todo.
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