El perro de mi infancia se llamaba Ron. Aquel peludo de cuatro patas fue mi mejor amigo, sino el único, durante aquellos años.
Nunca se me dio bien construir relaciones, de hecho, hoy en día tampoco es mi fuerte. Sé juntar palabras y empezar conversaciones, pero rara vez lo que digo es de agrado para el resto del mundo. Por eso era genial mi relación con Ron, como no podía comprender mis palabras, no podía pensar que sólo decía estupideces o cosas raras. Aunque, si os digo la verdad, a veces parecía que sí escuchaba, sólo que como él también era algo estúpido y raro, no podía juzgarme.
Un buen ejemplo de lo peculiares que éramos fue la vez fuimos a ver el mar con la familia. Lo que cabe esperar de un niño corriente es que esté entusiasmado con el agua y la arena, pero yo me negaba en redondo a pisar aquel suelo poco uniforme y mucho menos meterme en aquella agua salada llena de peligros.
Mis padres lo estaban intentando todo para convencerme, ya que sino el largo viaje hubiese sido en vano. Y cuando ya se iban a dar por vencidos, Ron, que llevaba un rato dormido, se despertó con el graznido de una gaviota y salió despavorido a esconderse en una nave abandonada del paseo marítimo.
Aquel lugar era mil veces peor que la playa: oscura, sucia y llena de tablones con puntas oxidadas. El chucho había ido a esconderse entre un montón de cestos que me recordaban a los que usaba mi yaya Fili para recoger la cosecha, sólo que olían fuertemente a pescado podrido.
Al parecer, se le había pasado el susto y ahora rebuscaba intentando localizar la fuente de pestilencia. Yo estaba furioso, tenía muchas ganas de dar puñetazos, pero no lo hice. Mi temor a morir por culpa de la infección que me causaría tocar cualquier cosa de allí superaba a mi enfado. Aunque el sentimiento que prevalecía por encima de todo era el de sacar a mi amigo de aquel horrible lugar y bañarlo con jabón de aroma de limón. Una vez más, me quedé con las ganas, porque mi padre, que estaba más enfadado que yo, golpeó con toda su fuerza una tubería con una de las tablas. El estruendo fue tal que se desprendieron algunos azulejos del edificio, hasta tuvimos que taparnos los oídos.
Como podréis imaginar, Ron salió pitando entre los cestos con una mirada de loco que le había visto jamás. Para colmo, en lugar de venir hacía nosotros, iba directo a una salida sin puerta que daba a la playa. Mi padre intentó agarrarlo del collar, pero el perro tiró tanto que se rompió. Así que nos quedamos como tontos viendo como Ron iba hacia la arena, pisando toallas y cabezas en dirección al mar.
- ¡Maldito perro! - dijo mi padre. - ¡Vámonos! Que se ahogue si es tan idiota.
La idea de ver a mi perro ahogado hizo sonar violines de la muerte en mis oídos. Sin saber de dónde salió el valor, como si estuviese soñando, eché a correr hacia la arena mientras dejaba una estela de gente protestando por llenarles la cara de arena.
Y así es como me bañé en el mar por primera vez, con ropa y todo. Estoy seguro de que mi padre hubiese deseado que fuese de otra manera.
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