Ahora sólo me llega hasta algo por encima de la rodilla, pero recuerdo que antes esa mesa redonda me parecía enorme. Estaba colocada junto a la ventana de una habitación con paredes rosas y edredón rosa y cortinas rosas. Yo no puedo acordarme pero estoy segura de que la primera vez que cogí un lápiz e hice un garabato fue en esa superficie.
Después de eso vinieron otros muchos dibujos de todas las formas y colores. Desde que tengo memoria hasta que las piernas me chocaban con ella, esa mesa siempre estuvo conmigo. Era como un pequeño refugio, un sitio hecho sólo para niños desde el que contemplar todo lo que pasaba fuera.
Me encantaba mirar los árboles y el agua, y como a veces, el barco amarrado a tierra desaparecía y podían otro distinto. También solía esperar con ganas la llegada del tren, que a veces era solo gris y corto, pero otras venía con muchos vagones de colores, y yo podría decirlos todos.
Es curioso como un mueble tan pequeño puede hacer a alguien tan grande. Porque los adultos podían venir de visita, pero para ello tenían que agacharse más de lo que les resultaría cómodo y por su tamaño nunca podían estar allí sentados tan a gusto como yo.
En todo lo demás había que acomodarse al tamaño adulto, excepto en esa mesita, donde eran los mayores los que tenían que hacer el esfuerzo.
Es cierto que con los años la mesa fue perdiendo su magia, pues cada vez me iba quedando más incómoda, a medida que el resto se iba adaptando a mi tamaño. Sin embargo, aunque ambas hayamos cambiado, todavía puedo colocarme junto a la mesita, que ahora lleva un mantel y sostiene una planta, mirar por la ventana y disfrutar viendo pasar el tren.
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