"Las palabras son nuestra más inagotable fuente de magia" (Albus Dumbledore)

sábado, 5 de marzo de 2016

Un buen trabajo

¡Buenas! Hoy os traigo un relato que fue muy divertido de escribir. El ejercicio consistía en emplear un campo semántico determinado en un contexto diferente. En este caso, como vais a ver, yo he utilizado el de la cocina en un contexto bastante diferente. Tengo que aclarar que yo no tengo ni idea de cómo se trata un cadáver, así que es muy posible que las cosas que describo no tengan nada que ver con lo que se hace en la realidad. Aún así espero que lo disfrutéis. 

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El fuego del horno se iba apagando cuando Roy recibió un aviso de su socio. 

- ¡Roy! Tenemos un encargo urgente. El funeral se celebra mañana mismo. 

- ¿Mañana? ¡Maldita sea! Tendré que atrasar muchas cosas, ¿de qué se trata?

- ¡Aceite!

Aceite quería decir embalsamado. Roy suspiró fatigosamente, ese trabajo le llevaría toda la noche. 

Su socio le acercó la camilla y Roy fue a por los productos desinfectantes. Aunque ninguno de sus clientes podía ya infectarse, la higiene debía ser estricta. 

- Vas a tener que hacer de pinche si quieres que este pavo esté listo para mañana. - Le dijo Roy a su socio con cierto resentimiento, cuando le vio dispuesto a escapar por la puerta. 

Éste, resignado, se puso el gorro y se unió al trabajo. Al levantar la sábana un olor empalagoso ambientó la sala, lo cual no era muy buena señal. Entre los dos desnudaron al hombre y lo lavaron con un trapo empapado en una mezcla especial de agua, sal y algunos conservantes. Esto hacía que la piel muerta se conservase hidratada durante 72 horas. 

Después procedieron a la menos agradable tarea de drenar los fluidos corporales y sustituirlos por una salsa especial a base de formol y otros productos. Éste proceso abotargaba el olfato y dejaba un regusto amargo en la boca, por lo que encendieron el extractor para paliar un poco de ese efecto. El fétido jugo humano se iba recogiendo en una olla, al tiempo que se inyectaba la estéril mezcla en el cuerpo. 

Normalmente el horrible contenido de la olla desaparecía por una tubería de la máquina drenante, pero un residuo orgánico algo esponjoso había obstruido el filtro, por lo que tuvo que deshacerse de aquello con un cucharón, echándolo al fregadero como si fuesen los restos de una sopa macabra. Estaba seguro de que si sanidad se enteraba de eso no volverían a tocar un cadáver. 

Por la mañana, habían terminado pero ellos parecían dos cadáveres y el muerto lucía un rostro iluminado y fresco. Orgullosos de su presentación final, metieron al cliente en la nevera y llamaron a la familia. Seguido se limpiaron y fueron a tomar una copa de vino, esa jornada de trabajo bien lo merecía. 



La mesa

Ahora sólo me llega hasta algo por encima de la rodilla, pero recuerdo que antes esa mesa redonda me parecía enorme. Estaba colocada junto a la ventana de una habitación con paredes rosas y edredón rosa y cortinas rosas. Yo no puedo acordarme pero estoy segura de que la primera vez que cogí un lápiz e hice un garabato fue en esa superficie. 

Después de eso vinieron otros muchos dibujos de todas las formas y colores. Desde que tengo memoria hasta que las piernas me chocaban con ella, esa mesa siempre estuvo conmigo. Era como un pequeño refugio, un sitio hecho sólo para niños desde el que contemplar todo lo que pasaba fuera. 

Me encantaba mirar los árboles y el agua, y como a veces, el barco amarrado a tierra desaparecía y podían otro distinto. También solía esperar con ganas la llegada del tren, que a veces era solo gris y corto, pero otras venía con muchos vagones de colores, y yo podría decirlos todos. 

Es curioso como un mueble tan pequeño puede hacer a alguien tan grande. Porque los adultos podían venir de visita, pero para ello tenían que agacharse más de lo que les resultaría cómodo y por su tamaño nunca podían estar allí sentados tan a gusto como yo. 

En todo lo demás había que acomodarse al tamaño adulto, excepto en esa mesita, donde eran los mayores los que tenían que hacer el esfuerzo. 

Es cierto que con los años la mesa fue perdiendo su magia, pues cada vez me iba quedando más incómoda, a medida que el resto se iba adaptando a mi tamaño. Sin embargo, aunque ambas hayamos cambiado, todavía puedo colocarme junto a la mesita, que ahora lleva un mantel y sostiene una planta, mirar por la ventana y disfrutar viendo pasar el tren. 



Mi primer día de playa

El perro de mi infancia se llamaba Ron. Aquel peludo de cuatro patas fue mi mejor amigo, sino el único, durante aquellos años. 

Nunca se me dio bien construir relaciones, de hecho, hoy en día tampoco es mi fuerte. Sé juntar palabras y empezar conversaciones, pero rara vez lo que digo es de agrado para el resto del mundo. Por eso era genial mi relación con Ron, como no podía comprender mis palabras, no podía pensar que sólo decía estupideces o cosas raras. Aunque, si os digo la verdad, a veces parecía que sí escuchaba, sólo que como él también era algo estúpido y raro, no podía juzgarme. 

Un buen ejemplo de lo peculiares que éramos fue la vez fuimos a ver el mar con la familia. Lo que cabe esperar de un niño corriente es que esté entusiasmado con el agua y la arena, pero yo me negaba en redondo a pisar aquel suelo poco uniforme y mucho menos meterme en aquella agua salada llena de peligros. 

Mis padres lo estaban intentando todo para convencerme, ya que sino el largo viaje hubiese sido en vano. Y cuando ya se iban a dar por vencidos, Ron, que llevaba un rato dormido, se despertó con el graznido de una gaviota y salió despavorido a esconderse en una nave abandonada del paseo marítimo. 

Aquel lugar era mil veces peor que la playa: oscura, sucia y llena de tablones con puntas oxidadas. El chucho había ido a esconderse entre un montón de cestos que me recordaban a los que usaba mi yaya Fili para recoger la cosecha, sólo que olían fuertemente a pescado podrido. 

Al parecer, se le había pasado el susto y ahora rebuscaba intentando localizar la fuente de pestilencia. Yo estaba furioso, tenía muchas ganas de dar puñetazos, pero no lo hice. Mi temor a morir por culpa de la infección que me causaría tocar cualquier cosa de allí superaba a mi enfado. Aunque el sentimiento que prevalecía por encima de todo era el de sacar a mi amigo de aquel horrible lugar y bañarlo con jabón de aroma de limón. Una vez más, me quedé con las ganas, porque mi padre, que estaba más enfadado que yo, golpeó con toda su fuerza una tubería con una de las tablas. El estruendo fue tal que se desprendieron algunos azulejos del edificio, hasta tuvimos que taparnos los oídos. 

Como podréis imaginar, Ron salió pitando entre los cestos con una mirada de loco que le había visto jamás. Para colmo, en lugar de venir hacía nosotros, iba directo a una salida sin puerta que daba a la playa. Mi padre intentó agarrarlo del collar, pero el perro tiró tanto que se rompió. Así que nos quedamos como tontos viendo como Ron iba hacia la arena, pisando toallas y cabezas en dirección al mar. 

- ¡Maldito perro! - dijo mi padre. - ¡Vámonos! Que se ahogue si es tan idiota. 

La idea de ver a mi perro ahogado hizo sonar violines de la muerte en mis oídos. Sin saber de dónde salió el valor, como si estuviese soñando, eché a correr hacia la arena mientras dejaba una estela de gente protestando por llenarles la cara de arena. 

Y así es como me bañé en el mar por primera vez, con ropa y todo. Estoy seguro de que mi padre hubiese deseado que fuese de otra manera.